Carta de los reyes magos

Queridas niñas y niños:

Con gran pena que aflige mi alma, os comunico que, muy a mi pesar, este año no podré ir a llevaros la larga lista de regalos que, impulsados por el afán consumista que os han inculcado, me habéis pedido por Navidad. No es que me haya vuelto anticapitalista, pues monarquía y dinero nunca han sido grandes enemigas.

La cosa es que mi buen amigo el rey Melchor, allá por septiembre cuando cruzábamos las vastas tierras subsaharianas, contrajo una extraña fiebre y tuvo que guardar cama. A los días nos enteramos de que se trataba de un virus letal llamado Ébola, y pese a nuestros esfuerzos por llevarlo a vuestros países a que fuese tratado, los gobiernos europeos se desentendieron porque al parecer no les preocupan casos que se dan más allá de sus fronteras.

Aunque con la ausencia del enfermo Melchor, Baltasar y yo nos dirigimos hacia Oriente Próximo, donde nos tenían que esperar nuestros tres pajes para conducirnos hasta el pesebre de Belén, sin embargo solo apareció uno, ya que el resto, parece ser, se habían alistado a las filas de un tal Estado Islámico para realizar el sueño yihadiano: hacerse de oro vendiendo petróleo a la Unión Europea.

Al final y a duras penas logramos llegar a Belén, pero en el pesebre no había ningún niño y sus padres, poco antes de morir a manos de bombarderos israelíes esa misma noche, nos indicaron que su hijo Jesús había sido robado nada más nacer por una siniestra monja española, una tal Sor María.

Emprendimos entonces nuestro viaje a la Península Ibérica por medio de una barcaza un tanto destartalada pero con la que conseguimos alcanzar la orilla. Solo que, nada más llegar, unos violentos señores con el rostro cubierto nos golpearon violentamente. Yo pude escapar por los pelos de vuelta en la patera, pero con mi querido amigo Baltasar se ensañaron más hasta que perdió el conocimiento. Lo último que se de él es que está atrapado en un sitio al que denominan Centro de Internamiento de Extranjeros, por un delito de no haber nacido en ese territorio y por el que será expulsado no sin antes ser castigado con unos cuantos meses de cárcel.

Así pues, ya en solitario, no cesé en mi empeño de encontrar al niño Jesús y me aventuré de nuevo a entrar en esa aparentemente privilegiada tierra donde ni extranjeros ni enfermos tienen cabida. En Marruecos conocí a Fátima, que me habló de la posibilidad de entrar al estado español atravesando una valla, lo cual me pareció sencillo. Sin embargo, una vez allá resultó más complicado y, mientras escalaba aquella alambrada, comencé a recibir golpes de pelotas que acabaron por derribarme. Desde la cama de la enfermería de una prisión os escribo, con unas cuantas costillas rotas y la enorme pena de que mi paje, que sí logró llegar a nuestro destino, se encontró con que sor María ya había fallecido y el niño estaba en paradero desconocido tras haber pasado a manos de unos clérigos granadinos de nombre Romanones.

Con gran dolor, GASPAR, el que la valla de Melilla fue a saltar.