El asesinato de 6 estudiantes y la desaparición de otros 43 a manos de la policía municipal de Iguala, en el estado de Guerrero, a funcionado como catalizador del descontento de una sociedad mexicana inmensamente cansada de violencia, corrupción, impunidad y pobreza. El descrédito generalizado de las instituciones de lo que aquí denominan «narcoestado» ha arrastrado a la calle a una gran parte de la población, harta de mirar hacia otro lado ante una situación cada día más insostenible.
Multitudinarias manifestaciones; quemas de sedes de los principales partidos políticos; bloqueos de carreteras y de aeropuertos; ataques a importantes edificios gubernamentales, incluido el intento de quema de la puerta del mismísimo palacio nacional; duros enfrentamientos con la policía o el ataque incendiario contra una estación de Metrobús de Ciudad de México, que se saldó con la completa destrucción de la parada y de un autobús articulado… Estos son tan solo algunos de los ejemplos que atestiguan que México entero se está convirtiendo en un polvorín.
El gobierno pretende ahora criminalizar a los anarquistas, en un intento de separar la «protesta legítima» de los «infiltrados violentos». Olvidan de la forma más interesada y manipuladora posible que los episodios más duros en esta contienda social los han protagonizado los propios compañeros de los desaparecidos y en el estado de Guerrero: familiares, estudiantes y profesores poco sospechosos de estar demasiado familiarizados con las tesis de Bakunin.
Pero ¿por que ha sido precisamente ahora el momento en que se han rebosado las tragaderas populares mexicanas? Sobre todo teniendo en cuenta que en la última década han desaparecido más de 600.000 personas. Pues primeramente un poco de historia que nos ayude a entrar en contexto:
Las Escuelas Normales Rurales, como la que fue blanco de tan cruenta y sanguinaria represión en Ayotzinapa, no son escuelas al uso; ni mucho menos como las que conocemos por nuestros entornos europeos. Surgen en el período inmediatamente posterior a la revolución mexicana y hunden sus raíces incluso en el propio período revolucionario. Su razón de ser es la de educar maestros para alfabetizar, culturizar y formar en cuestiones agrícolas a las regiones más deprimidas del país. Para acceder a estas escuelas es requisito imprescindible provenir de un origen humilde así como demostrar estar comprometido en causas sociales. Como supongo que podéis intuir, la orientación política, de tendencia mayoritariamente marxista, es otra de las materias a impartir en estas Escuelas Normales.
Como era más que evidente, semejante semillero de disidencia tardó poco en dejar de ser santo de la devoción del poder, y ya por los años cincuenta la mayoría del presupuesto de estas escuelas de formación de formadores tenía que ser recolectado por maestros y estudiantes en las propias comunidades. Esto dio lugar a incrementar aún más su carácter rebelde y autogestionario.
Ni que decir tiene que en los últimos tiempos el modelo educativo neoliberal imperante ve en las Normales Rurales un obstáculo a eliminar. No ha escatimado medios para desprestigiarlas, aislarlas y tratar de hacerlas desaparecer; incluso, como ahora podemos ver, de la forma más cruel y expeditiva posible.
La Escuela Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, por si todo lo dicho fuera poco, tiene un larguísimo historial de incombustible disidencia y de tenaz combatividad. No en vano de ella salieron, por citar dos ilustres ejemplos, sendos lideres guerrilleros recubiertos a día de hoy por una aureola de romántico heroísmo: Genaro Vazquez Rojas y Lucio Cabañas, ambos ligados al Partido de los Pobres y a las Brigadas Campesinas de Ajusticiamiento durante las décadas de los sesenta y setenta.
En períodos más recientes los normalistas de Ayotzinapa también han protagonizado episodios combativos, de ahí la inquina que les profesan las autoridades gubernamentales. Un buen ejemplo de esto es el corte de de la Autopista del Sol, en el 2011, que tras el consecuente enfrentamiento con los cuerpos represivos, dejó como saldo dos normalistas y un civil muertos. Y es que a los estudiantes de esta escuela siempre les ha gustado eso de encapucharse y liarla parda. Probablemente sean una de las Normales de pensamiento más autónomo en contraste con la mayoría de sus homólogas, partidarias de un comunismo más ortodoxo. Y en eso de encabronar al poder siempre fueron de las más punteras. De hecho últimamente, aparte de sus habituales recaudaciones de fondos, hostigaban al gobierno local de Iguala por su vinculación con el asesinato y tortura del activista Arturo Hernandez Cardona junto con otros dos miembros de la Unidad Popular de Guerrero.
De esta forma, cuando el pasado 26 de septiembre los normalistas de Ayotzinapa tomaron por la fuerza unos autobuses para acercarse a Iguala a realizar una de sus habituales colectas, el alcalde, José Luis Abarca, creyó que iban a boicotear un mitin de su mujer, también metida en política y peso pesado del narco local. Ni corto ni perezoso, el matrimonio Abarca envió a la policía a reprimir a los normalistas, hiriendo a 24, matando allí mismo a 6 de ellos y apresando a otros 43. Los hechos posteriores aún no se encuentran completamente esclarecidos, pero todo apunta a que los estudiantes fueron asesinados e incinerados por policías locales ayudados por miembros del cartel de narcotraficantes «Guerreros Unidos». Haciendo patente de esta forma una conjunción que impera en todo el estado mexicano, pero que en Iguala cobra un grafismo casi poético: pues el alcalde y la cabecilla del grupo local de narcotraficantes son marido y mujer. Aunque exento de este ácido lirismo, todo México se encuentra sometido al mismo proceso, por eso aquí se refieren al poder estatal como «narcoestado».
Para entender mejor todo lo expuesto sobre las desapariciones de los normalistas es conveniente explicar que en el estado de Guerrero operan varios grupos guerrilleros: El E.P.R. (Ejercito Popular Revolucionario) de la más rancia tendencia Marxista-Leninista; y una escisión de este, el E.R.P.I. (Ejercito Revolucionario del Pueblo Insurgente) más cercanos a los modelos asamblearios; incluso uno de sus fundadores y dirigentes, Jacobo Silva, se escora últimamente hacia posicionamientos libertarios. Pues bien, los sicarios del narcotráfico de Guerrero ejercen habitualmente labores de contrainsurgencia, hostigando y asesinando a las fuerzas rebeldes. Demostrando, de esta forma, su extrema hibridación con los mecanismos e intereses del estado.
El poder de los cárteles del narcotráfico es tal, que México vive sumido en una espiral de violencia continua. Más de 600.000 desaparecidos en la última década así lo atestiguan. Por eso mientras buscaban a los normalistas de Ayotzinapa aparecieron numerosas fosas comunes que nada tenían que ver con estos estudiantes. La guerra constante entre grupos criminales y la sangrante explotación de los flujos migratorios entre centroamericana y los E.E.U.U. han sembrado de cadáveres el suelo mexicano.
Por esto mismo algunas comunidades se han autoorganizado para defenderse militarmente de la violencia y del crimen organizado, formando Autodefensas y Policías Comunitarias. Algunas de estas funcionan como protección de los intereses comerciales de la burguesía, amenazados por el clima de extrema violencia y por la extorsión de los grupos mafiosos. Pero en otros casos se trata de auténticos grupos de protección popular, implementados por las comunidades de forma autogestiva, que incluso están experimentando con modelos de Justicia Comunitaria, inspirados en la metodología de resolución de conflictos indígena. Estos últimos quizá deberían ser motivo de estudio, análisis y reflexión entre aquellos que nos oponemos al monopolio estatal de la fuerza y el castigo.
También es importante aclarar, para entender por que el vaso de la paciencia mexicana se encuentra tan próximo a rebosar, que las políticas neoliberales están despojando al país a ritmos acelerados: La reforma energética, que liberaliza y privatiza el hasta ahora monopolio petrolero estatal en beneficio del expolio de empresas y capitales multinacionales; la reforma educativa, que liberaliza la enseñanza de modo similar a lo que se está haciendo en medio mundo, las tierras ibéricas incluidas; la reforma laboral; la reforma y privatización de las telecomunicaciones; la subida de las tarifas del metro (que casi se duplican); el incremento del precio de la «canasta familiar» sin un incremento parejo en los salarios… Las razones para el descontento se multiplican mientras se suceden los gobiernos de distintas siglas pero similares políticas socio-económicas. P.R.I., P.A.N., P.R.D... indistintamente de quien y donde gobierne, el «narcoestado» se perpetua en detrimento de un pueblo cada día más harto del sistema y sus corruptas instituciones.
Puede que el partido en el gobierno de la nación, el P.R.I., no sea el mismo que el que gobierna en el estado de Guerrero y en el municipio de Iguala: el P.R.D. Sin embargo Angel Aguirre, gobernador de Guerrero, inició su carrera política en el P.R.I., y antes de lanzarse al transfuguismo ya se encontraba relacionado con la desaparición de más de 60 opositores (curiosamente del partido que luego lo acogió calurosamente). También es amigo personal de Peña Nieto, actual presidente de la nación, ya desde los tiempos en que militaban en la misma formación política.
Hablando de Peña Nieto, ahora muy preocupado en condenar los crímenes de Iguala y en hacerlos pasar por obra exclusiva del narcotráfico (cuando ninguno de los desaparecidos tenía vinculación con el mundo criminal), aquí nadie olvida su relación directa con los horribles sucesos de San Salvador de Atenco. Las lagrimas de cocodrilo por los normalistas de Ayotzinapa no consiguen engañar a casi nadie, sabiendo como se sabe que él era el gobernador del estado de México en el 2006, cuando el mundo entero se vio horrorizado por la represión policiaca contra los resistentes de Atenco, que dejó dos muertos, maltratos y torturas a cientos de detenidos y 26 mujeres violadas por las fuerzas del estado.
Pero si antes hablábamos de las más de 600.000 desapariciones, relacionadas con el mundo criminal, no podemos ignorar aquí la larga tradición mexicana de vulneración de los derechos humanos en materia de represión política, tan profusa y abundante en asesinatos, torturas, desapariciones e internamientos en presidios clandestinos. Más de 500 desapariciones políticas todavía sin aclarar en las décadas de los 60 y 70 inician una trayectoria que, aún atenuada desde la ley de amnistía del año 78, jamás ha conocido final. Las matanzas de Aguas Blancas (1995), Acteal (1997) o El Charco (1998) por citar solo algunos ejemplos, así lo certifican. La desaparición de activistas políticos, sindicales o comunitarios sigue siendo una constante en México, aunque ahora se cuente con la excusa del narcotráfico para enmascarar impunemente cualquier abuso de autoridad.
Pero ya hemos hablado bastante del pasado, volvamos al aquí y ahora, a noviembre de 2014 y a la respuesta social a los crímenes de Iguala.
Si el mes de octubre conoció una indignación sin precedentes en el México de los últimos años, con paros estudiantiles, cortes de carretera e impresionantes manifestaciones; noviembre arde en protestas. Ni el apresamiento del matrimonio Abarca, ni las explicaciones sobre el brutal desenlace ofrecidas por los numerosos detenidos han servido para aplacar las llamas que, cual reguero de pólvora, amenazan con inflamar México entero. Tampoco la política de «echar balones fuera», con la que el gobierno y demás instituciones tratan de despejar responsabilidades, ayuda a apaciguar los ánimos. La renuncia del presidente es la más tímida y reformista de las exigencias que se escuchan en las innumerables protestas. Pero la indignación ya no entiende de peticiones. «Vivos se los llevaron, vivos los queremos» es el mantra subversivo que, a día de hoy, ningún político podría cumplir por mucho que lo deseara.
El estado de Guerrero está haciendo honor a su nombre, convertido en un auténtico y gigantesco polvorín. Los Normalistas, junto a miembros del sindicato de profesores y otros descontentos, se enfrentan habitualmente contra las fuerzas del orden. Y los choques son cada día más cruentos. Hace poco retuvieron a un jefe de policía local y no lo soltaron hasta canjearlo por otros compañeros apresados. Las piedras, cohetes y cócteles molotov empiezan a convertirse en sólidos argumentos en favor de la justicia social.
La estrategia del estado, tanto en Guerrero como en el resto del país, era la de no reprimir y dejar hacer, en un vano intento por que el tiempo aplacara los ánimos. Pero la hola de ataques incendiarios contra edificios públicos y vehículos estatales o empresariales les ha obligado a entrar al trapo de la confrontación, imposible de eludir en semejantes condiciones.
Sedes del P.R.I. y de los demás partidos mayoritarios, el Parlamento de Guerrero, la Secretaria de Finanzas, la de Seguridad Publica y otras varias oficinas del gobierno han sufrido ataques incendiarios de turbas enfurecidas. Los aeropuertos de Michoacán y de Acapulco (importante nodo del turismo internacional mexicano) fueron tomado y paralizado durante horas por contingentes solidarios. Los bloqueos de carretera, ni que decir tiene, son una constante desde el principio mismo de las protestas.
Grupos de estudiantes se desplazan habitualmente hasta los peajes de las autopistas para abrirlas libremente al público mientras recaudan donaciones voluntarias a los conductores que las atraviesan. De este modo contribuyen a financiar la lucha y a los resistentes de Ayotzinapa.
México d.f. también registró ataques incendiarios: decenas de encapuchados calcinaron el pasado día 5 un autobús articulado junto a la estación entera del Metrobus de Ciudad Universitaria. El día 8, durante una masiva marcha nocturna que terminó en el Zocalo capitalino, meollo y centro político y cultural del d.f., encapuchados atacaron y rompieron la puerta del Palacio Nacional, tratando luego de incendiarla, lo que terminó por provocar una violenta carga de la policía.
Sedes gubernamentales en Oaxaca, Chilpáncigo o Chiapas sufrieron también en los últimos días las iras incendiarias de una población enfurecida.
No podían faltar, pues en todas partes cuecen habas, los apagafuegos sociales. Sus histéricos llamamientos a la calma cobran un especial patetismo al cebarse especialmente con los sucesos de México capital, mientras tratan de justificar los realizados en Guerreo por los compañeros normalistas de los desaparecidos. O sea, que cargan las tintas contra un par de ataques aislados mientras miran hacia otro lado ante una auténtica batalla campal. La eterna teoría reformista de apoyar la revolución, pero si es aquí, en otro momento, y si es ahora, en otro lugar… y cuanto más lejos y menos salpique mejor!
Y así están las cosas. Un país desesperadamente harto de soportar en silencio la violencia y la impunidad; de ser un gigantesco cementerio clandestino; de que el crimen y el estado se entremezclen hasta convertirse prácticamente en una misma cosa; del asco que producen unas instituciones al servicio del dinero y en las que ya prácticamente nadie cree. Y mientras algunos parecen protestar con la esperanza de que todo se calme y vuelva a su lugar, otros muchos han encontrado la cerilla con la que deflagrar toda la bilis acumulada durante décadas de sumisión. ¿Arderá, por fin, México entero en un fuego purificador? ¿o quizá tragará una vez más y, armado de paciencia, esperará la próxima ocasión?
Yoli Roger para la Revista Anarquista Abordaxe!